jueves, 15 de julio de 2010

De lo visible y lo invisible

En México, la gente no ve la televisión, la mira. Esto podría parecer un detalle sin importancia, pero no lo es. En ningún caso lo es. No es lo mismo mirar hacia los políticos corruptos que verlos. Ni tampoco mirar los seis mil muertos del año pasado que verlos. Nunca se sabe lo que puede pasar si se ve la realidad, o lo más parecido a ella que se pueda percibir. No se sabe lo que pasará si se ve lo invisible. Muchas cosas en este país son invisibles. No quiero decir marginales, quiero decir invisibles, imposibles de ver, mucho menos de tocar. Ejemplos notables de invisibilidad son los pobres, pero es un ejemplo demasiado típico. Ya hay antropólogos que se han dedicado a investigar lo invisible en este sentido: en la gran y feliz cosmópolis, no existen las chabolas, ni los toxicómanos, ni siquiera los ladrones, los asesinos o los violadores hasta que un desafortunado, pero, por lo demás, excelente ciudadano, se encuentra con ellos, se enfrenta a ellos, los sufre. Sin embargo, México es diferente. Eso es visible, está a plena luz, cualquiera puede contar decenas de anécdotas, propias o ajenas, de situaciones terribles: secuestros express, dedos que viajan por correo, cabezas que penden de la mano de algún forense, tras un ajuste de cuentas demasiado vehemente, campesinos que mueren para chantajear a sus patrones con la "protección" adecuada, viejos métodos en el Nuevo Mundo.
Pero de lo que me gustaría hablar es de lo invisible de verdad. Curiosamente, la gente rica no es ostentosa aquí. No se exhiben los anillos, ni se fanfarronea con un coche. No es que no pase, es que los ricos de verdad no lo hacen. No lo hacen porque no quieren verse involucrados en lo visible que describía antes. Nadie quiere que sus hijos sean secuestrados, ni ser chantajeado contra la integridad de su ser querido. Sorprendentemente, mientras entierran la riqueza de un país bajo la manta, los ricos mexicanos no son vistos, aunque casi todo el mundo los mira de vez en cuando. Salen en revistas, se cubren de gloria, pero pasean por cárceles de lujo en la que se les sirve con devoción desde niños. No tienen necesidad de conocer el mundo, de vivirlo, les basta con salir de su país para esto.
Otro aspecto por el que se mira mucho en México es la religión. Sin embargo, no se ve por ninguna parte una creencia firme, una disposición trancendental. Si existe algo que se pueda llamar carácter nacional, un pueblo mundano como el mexicano no podría jamás adorar una fe sin imágenes, sin Vírgenes de Guadalupe en las calles, en la paredes, en las postales, sin un santuario en el que una caja reza: "Deposite sus milagros aquí". Porque en México se cree en los milagros, en el milagro de que el país funcione, de que las cosas urgentes sean algo más que pendejos con prisa. En el milagro de que los ricos dejen de ser ricos. Las calles se llenan de manifestaciones en las que se pide, casi rezando, por un mundo más justo, por un salario más digno, por unos derechos anticuados que la constitución conmemora, mentando más que imponiendo.
En uno de sus libros, Slavoj Zizek, interpretando a Lacan, nos dice que "la ideología designa una totalidad que borra las huellas de su propia imposibilidad". Es como el bosque que no nos deja ver el árbol. En este caso, mirar la televisión es construir un México de lo invisible, de lo oculto tras una elaborada celebración autoafirmante de valor, irreal como cualquier otra, pero que escatima avisos para navegantes, dando patente de corso a todo lo que no se ve.