Comenzamos el especial de los sucesos de mayo con una redacción de las memorias de Manuel Azaña. Intentaremos ser imparcial y colocar diferentes visiones deurante estas semanas.
Cuaderno de La Pobleta
Manuel Azaña, presidente de la República1937
20 de mayo
Han pasado tantas cosas en estos quince días que no me será fácil contarlas, por lo menos con algún orden (...).
Empiezo por lo de Barcelona, muy grave, y que ha podido ser la escena final, por lo menos, en cuanto a mí se refiere. No quiero entretenerme en los antecedentes, porque sería muy largo. Hay para escribir un libro con el espectáculo que ofrece Cataluña, en plena disolución. Ahí no queda nada: Gobierno, partidos, autoridades, servicios públicos, fuerza armada; nada existe. Es asombroso que Barcelona se despierte cada mañana para ir cada cual a sus ocupaciones. La inercia. Nadie está obligado a nada, nadie quiere ni puede exigirle a otro su obligación. Histeria revolucionaria, que pasa de las palabras a los hechos para asesinar y robar; ineptitud de los gobernantes; inmoralidad, cobardía, ladridos y pistoletazos de una sindical contra otra, engreímiento de advenedizos, insolencia de separatistas, deslealtad, disimulo, palabrería de fracasados, explotación de la guerra para enriquecerse, negativa a la organización de un ejército, parálisis de las operaciones, gobiernitos de cabecillas independientes en Puigcerdá, La Seo, Lérida, Fraga, Hospitalet, Port de la Selva, etcétera. Debajo de todo eso, la gente común, el vecindario pacífico, suspirando por un general que mande y se lleve la autonomía, el orden público, la FAI [Federación Anarquista Ibérica], en el mismo escobazo.
Todos estaban inquietos. Companys hablaba a tontas y locas de dar la batalla a los anarquistas, pero no tenía ganas ni medios. Al parecer, el más enérgico era el consejero de Seguridad, Aiguadé, asistido por un comisario o jefe de Seguridad, Rodríguez Salas, renegado de la CNT, buen conocedor de sus gentes, a las que odia y que lo odian (...) En tal situación, el lunes 3 de mayo se le ocurre a Aiguadé ocupar por la fuerza la Telefónica, para instalar en ella a un comisario del Gobierno. La Telefónica estaba en poder de la CNT y de la UGT, habiéndola repartido por pisos. Aiguadé no dio cuenta de su decisión a los demás consejeros de la Generalidad y, según me ha contado Tarradellas, a él se lo dijo cuando ya tenía dadas las órdenes. Tarradellas me asegura que le pareció aventurada la decisión de Aiguadé, porque no contaban con medios para vencer las resistencias que hubiese; pero le dejó hacer, sin duda por el hábito de que cada cual hiciese cuando se le antojara e incapacidad de mandar (...).
(...) Los guardias de asalto, enviados por Aiguadé, se presentaron ante la Telefónica. Los recibieron a tiros, ocuparon la planta baja, ignoro si alguna otra más. Desde ese momento, empezó el motín. Cuando supimos todo esto en mi residencia, telefoneamos a Aiguadé. Nos dijo que no ocurría nada grave, y que tenía preparada la fórmula para arreglarlo. Creo que la fórmula consistía en dejar las cosas como estaban antes, aunque con los guardias en la planta baja del edificio. Vinieron a decirnos que fuera de las verjas del parque circulaban grupos sospechosos. Se le comunicó a Aiguadé: Los grupos eran pocos, incontrolados, y se retirarían enseguida, gracias a la fórmula. Ordené que cerrasen las verjas y pregunté cuánta gente teníamos. ¡Casualidad! Toda la Escolta estaba de paseo y no volvería hasta las nueve, si la dejaban entrar. Teníamos doce hombres y un cabo. Ningún oficial, excepto el ayudante de servicio. En estas condiciones, se trató de buscar a Viqueira, que ya había salido del cine para su casa. Como las calles podían estar peligrosas, se pidió a Aiguadé que enviase protección a Viqueira para traérmelo; pero, suponiendo yo que no lo haría, mandé uno de los coches de nuestra policía, con cuatro agentes. Entonces se descubrió la gravedad de la situación.
En la puerta del parque, los grupos se acercaron al coche, desarmaron a sus ocupantes, estuvieron a punto de asesinar al conductor y los obligaron a volver atrás. "Las pistolas -dijeron- se las pedís a Eroles." Cuando subieron a contarme el caso, quise llamar por teléfono a Valencia para comunicar con el Gobierno. La telefonista me dijo: "En la central se niegan a dar conferencias para Valencia" (La fórmula de Aiguadé no había, pues, servido). Cuando me disponía a utilizar el telégrafo, llama por teléfono Bolívar, desde Valencia. Admitían aún las llamadas desde fuera de Barcelona, pero no a la inversa (...) Aproveché la llamada de Bolívar, le conté lo que pasaba y le encargué que inmediatamente informara de todo al jefe del Gobierno, a quien se le ocurrió llamar a Companys. Bolívar me transmitió, hora y media más tarde, la respuesta. Companys dijo que el suceso no tenía importancia, que los pequeños grupos se habían retirado y que inmediatamente el primer consejero de la Generalidad acudiría a mi residencia para presentarme sus excusas (...).
En vista de las seguridades de Aiguadé respecto de su fórmula, decidí enviar otra expedición de policías. También los desarmaron y obligaron al coche a volverse. Oída de Bolívar la respuesta del jefe del Gobierno, le encargué que le visitase de nuevo, haciéndole saber que no se podía entrar en mi residencia ni salir de ella, que estábamos asediados y que Barcelona caía en pleno motín. Que lo de darme excusas era una estupidez o una añagaza para no descubrir de verdad al Gobierno. Que yo no era en Barcelona el embajador de Inglaterra o de los Estados Unidos a cuyo cocinero han apaleado y detenido los agentes de la autoridad, al cual se apresura a dar explicaciones y a prometer el castigo de los infractores. Que yo no estaba agraviado con la Generalidad en la persona de mis policías, pues lo que ocurría era una rebelión o un motín muy grave. Que sobraban las excusas y se echaban de menos las medidas de gobierno, etcétera.
No supe más del Gobierno aquella noche, aunque me consta que Bolívar consiguió levantar de la cama al presidente del Consejo. Cenamos tarde. Terminábamos, ya cerca de las once, cuando se presentó Tarradellas. Venía tan aturdido que, en lugar de ir a mi despacho, se dirigió al comedor. Desde la Generalidad, de donde había salido después de las nueve, nos habían preguntado dos veces, con alarma, si Tarradellas estaba con nosotros. No sabíamos nada de él, y temimos por su suerte. Llegó. Había tardado hora y media desde la Generalidad hasta el Parlamento. Le obligaron a apearse del coche en todas las barricadas (por él supe que estaban haciéndolas) y a parlamentar largamente, humillándolo. Cuando quiso empezar el tema de las excusas, recalcándolo con que estaba avergonzado como catalán, le atajé, repitiéndole las observaciones ya apuntadas a Bolívar para el presidente del Consejo. "No ha lugar a excusas, sino a dominar el motín, y por lo que a mí toca, a garantizar mi seguridad y la libertad de mis movimientos." Me confesó que el Gobierno de la Generalidad no dominaba en la calle; que las fuerzas estaban en los cuarteles, pero no las sacaban, porque sacándolas, habría tiroteo. "Con tal de que no lo haya -le dije-, consienten ustedes que Barcelona esté en poder de los anarquistas."
(...) Toda la noche estuvieron los revoltosos dueños de la ciudad, levantando barricadas, ocupando edificios y puntos importantes, sin que nadie se lo estorbase. Además se reprodujeron las entradas en las casas, y los paseos. Se oían algunos tiros (...) Lo que me desazonaba y enfadaba era el escándalo que iba a darse en el mundo con esta rebelión, la utilidad que sacarían de ella los otros rebeldes, y la repercusión de todo ello en la guerra (...).
El martes, poco antes de las ocho, nos despertó el fuego. Se oía un estruendo descomunal, de ametralladoras, morteros, fusilería y bombas de mano. Toda el área del parque estaba rodeada. Frente a la salida de mi residencia, los revoltosos ocupaban la estación de Francia, con ametralladoras en una azotea, y las casas del Borne, cortando el camino hacia el paseo de Colón. Tenían también el paseo de San Juan, la estación del Norte y las vías que comunican con la de Francia (...).
En toda la ciudad había fuego. Funcionaba el teléfono dentro de la población y pudimos preguntar a algunos sitios. En todas partes, lo mismo. No pudiendo hablar por teléfono con Valencia y estando sin noticias del Gobierno, me serví del telégrafo. Por suerte, no se habían apoderado del centro telegráfico. Me pusieron en comunicación con la presidencia del Consejo. El presidente no había llegado. Se puso al habla el subsecretario de Guerra. Le recordé el aviso verbal dado la noche antes por Bolívar, le conté lo que estaba sucediendo y le ordené que se lo comunicase al presidente y me diese cuenta de las medidas que adoptase. Prometió hacerlo. Pero no volví a saber nada del presidente del Consejo, ni me llamó, ni me envió recado alguno. ¡No sé qué habrá de ocurrir en España para que al presidente del Consejo se le ocurra hablar con el de la República!
Desde que Tarradellas se fue de mi residencia, el lunes por la noche, hasta el viernes por la mañana, en que salí de Barcelona, nadie de la Generalidad ha preguntado por mí, ni ha tratado de hablarme, ni se ha interesado por nuestra situación. Era más que una grosería escandalosa, era un acto de hostilidad sorda, pues ninguno de aquellos hombres desconocía mis juicios sobre la política que seguían y muchos habían oído mis advertencias. Añadiré que en toda Barcelona solamente dos personas llamaron preguntando por mí: Guimet y Trabal. Nadie más. ¡Temían comprometerse!
El martes, muy temprano, Aiguadé envió unos guardias para proteger la verja del parque. Galarza me ha dicho después que Aiguadé le aseguró haber enviado quinientos hombres. A nosotros nos dijo Aiguadé que enviaba ciento cincuenta. En realidad, fueron ochenta. Se parapetaron en la verja, para responder al fuego que hacían desde la estación y el Borne. El comandante fue herido en seguida, y le tuvimos en una cama de nuestra casa hasta que se lo llevaron al hospital. Cayó muerto el alférez (...)
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